viernes, 22 de mayo de 2015

Sorlene y Solem

Érase una vez, me es imposible decir dónde, existieron dos niños viajeros en los que nunca nadie se llegó a fijar. Sé que, al decir la palabra viajeros, lo primero que viene a la cabeza de una persona común son aviones, maletas repletas de prendas dobladas a la perfección y familias sonrientes sacando fotos aquí y allá. Pero no era ese el concepto que Sorlene y Solem, los dos pequeños, daban al mundo de la palabra. Ellos recorrían desiertos, selvas tropicales, rascacielos y demás mundos de ensueño a pie, sin equipaje alguno y en soledad. Con todo, sonreían. Jugaban. Amaban lo que veían. Ese era el poder que la infancia les proporcionaba: ser felices, no darse cuenta de la realidad que vivían, por dura que esta fuera. El terreno por el que caminaban era ilimitado; sin obstáculos, infinito...
  Mas eso no duró demasiado. Pronto, se toparon con una muralla invisible que, sin darse cuenta, ellos mismos habían hecho aparecer. Sus propias dudas, sus miedos, sus inseguridades hasta entonces eclipsadas por la inocencia salieron a la luz. Su adolescencia, que poco a poco, con paciencia, meditación y muchos errores, consiguieron escalar.
  Y entendireron, al llegar la madurez, que todavía quedaban murallas y murallas que superar antes de el final del viaje. Escalar y escalar con una sonrisa y espíritu. Siempre escalar.